lunes, 29 de agosto de 2011

Misterio y melancolía de una calle


 Un profundo silencio domina el escenario que nos presenta Giorgio de Chirico.
Creemos oír los pasos leves de una muchachita que se dirige a la plaza entre las arcadas impulsando un aro.
Absorta en su juego da la impresión de no advertir el irrespirable ambiente y los signos amenazadores que la envuelven. ¿Qué significa el carromato e circo abierto como una trampa? ¿A quién pertenece la sombra que cae sobre la plaza delante de ella? ¿Quién se oculta en la oscuridad de las interminables arcadas?
(…) De Chirico pinta sentimientos, estados de ánimo profundos y dominantes, provocados, entre otras cosas, por las lecturas intensas de Nietzsche que llevó a cabo entre 1910 y 1911 (…).

El dragón y la princesa


Ernesto Sábato
El dragón y la princesa, XX ()

Como si el príncipe –pensaba–, después de recorrer vastas y solitarias regiones, se encontrase por fin frente a la gruta donde ella duerme vigilada por el dragón. Y como si, para colmo, advirtiese que el dragón no vigila a su lado amenazante como lo imaginamos en los mitos infantiles sino, lo que era más angustioso, dentro de ella misma: como si fuera una princesa-dragón, un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez, candoroso y repelente al mismo tiempo: como si una purísima niña vestida de comunión tuviese pesadillas de reptil o de murciélago.
Y los vientos misteriosos que parecían soplar desde la oscura gruta del dragón-princesa agitaban su alma y la desgarraban, todas sus ideas eran rotas y mezcladas, y su cuerpo era estremecido por complejas sensaciones. Su madre (pensaba),  su madre, carne y suciedad, baño caliente y húmedo, oscura masa de pelo y olores, repugnante estiércol de piel.
Pero él había dividido el amor en carne sucia y en purísimo sentimiento; en purísimo sentimiento y en repugnante, sórdido sexo que debía rechazar, aunque (o porque) tantas veces sus instintos se rebelaban, horrorizándose por esa misma rebelión, con el mismo horror con que descubría, de pronto, rasgos de su madrecama en su propia cara. Como si su madrecama, pérfida y reptante, lograra salvar los grandes fosos que él desesperadamente cavaba cada día para defender su torre, y ella como víbora implacable, volviese cada noche a aparecer en la torre como fétido fantasma, donde él se defendía con su espada filosa y limpia. ¿Y qué pasaba, Dios mío, con Alejandra? ¿Qué ambiguo sentimiento confundía ahora todas sus defensas? La carne se le aparecía de pronto como espíritu, y su amor por ella, se convertía en carne, en caliente deseo de su piel y de su húmeda y oscura gruta de dragón-princesa. Pero, Dios, Dios, ¿y por qué ella parecía defender esa gruta con llameantes vientos y gritos furiosos de dragón herido? «No debo pensar», se dijo, apretándose las sienes, y trató de permanecer como si retuviera la respiración de su cabeza.

lunes, 18 de julio de 2011

El caballero de la mano en el pecho

El Greco, El caballero de la mano en el pecho, 1580, Madrid, Museo Nacional del Prado.

jueves, 7 de julio de 2011

El hombre que ríe

Victor Hugo
El hombre que ríe, II, 1 (1869)

La naturaleza había sido extraordinariamente pródiga con Gwynplaine. Le había dotado de una boca que se abría hasta las orejas, de orejas que se replegaban hasta los ojos, de una nariz deforme hecha a propósito para sostener las oscilaciones de las gafas del que hace muecas, y de un rostro que no se podía mirar sin reír (...) ¿Había sido exactamente la naturaleza? ¿No había recibido alguna ayuda? Dos ojos que parecían ventanas sometidas a servidumbre legal, una boca que era una caverna, una protuberancia roma con dos agujeros que eran las ventanillas de la nariz, una cara que parecía haber sido aplastada, y como resultante de todo esto la risa: es evidente que la naturaleza no es capaz de producir por sí sola tales obras maestras (...) Un rostro como este no es producto del azar, sino que está hecho a conciencia (...) ¿Acaso Gwynplaine, de niño, había sido objeto de tanta atención, que otros se ocuparan de él hasta el punto de modificarle la cara? ¿Y por qué no? Aunque solo fuera para exhibirlo y especular con él. Todas las apariencias hacían pensar que industriosos modeladores de niños habían trabajado en aquella cara. Parecía evidente que una ciencia misteriosa, probablemente oculta, que era a la cirugía lo que la alquimia era a la química, había cincelado aquella carne, por supuesto a muy tierna edad, y había creado, con premeditación, aquella cara. Esa ciencia, hábil en los cortes, en las obturaciones y en las suturas, había cortado la boca, desbridado los labios, descubierto las encías, alargado las orejas, separado los cartílagos, desordenado las cejas y las mejillas, alargado el músculo cigomático, atenuado los puntos y las cicatrices, reconducido la piel sobre las lesiones manteniendo no obstante siempre la boca abierta,  de esta obra de escultura poderosa y profunda había surgido una máscara: Gwynplaine.

jueves, 30 de junio de 2011

El Golem

Gustav Meyrink
El Golem, «Miedo» (1915)

Era una horrible criatura gris, ancha de espaldas, con las proporciones de un hombre robusto, apoyado en un nudoso bastón en espiral de madera blanca.
Donde debería haber estado la cabeza, no acertaba a distinguir más que un globo nebuloso de vapores diáfanos. Un intenso olor a madera de sándalo y a tierra mojada emanaba de la aparición. La sensación de estar completamente indefenso en sus manos casi me hacía perder el sentido. La tortura que me había agotado durante todo aquel tiempo se condensaba ahora en un terror mortal y estaba allí concentrada en aquel ser que tenía enfrente. El instinto de conservación me decía que solo con mirar el rostro del fantasma enloquecería de horror y de miedo (...) y sin embargo me atraía con la fuerza de un imán, y no podía apartar la mirada del diáfano globo de niebla, y buscaba en él los ojos, la nariz, la boca. Pero por mucho esfuerzo que hiciera por descifrarlo, aquel vapor seguía allí, inmóvil, impenetrable. Conseguía ciertamente colocar sobre aquel tronco toda clase de cabezas, pero sabía que eran tan solo fruto de mi imaginación. Desaparecían todas casi en el mismo instante en que las había creado. Solo la cabeza de ibis egipcia se mantuvo un tiempo.
Los contornos del fantasma, que destacaban espectrales en la oscuridad, se contraían de forma apenas perceptibles y se dilataban de nuevo, como si toda la figura estuviese dotada de una lenta respiración, único movimiento que era posible observar. En vez de los pies, se apoyaban sobre el suelo unos muñones óseos, cuya carne, gris y exangüe, se había contraído hacia arriba formando unas hinchazones concéntricas.

miércoles, 29 de junio de 2011

El placer de la ejecución

Marqués de Sade
Justine o los infortunios de la virtud (1791)

¿Acaso nuestros lugares públicos no se llenan de gente cada vez que se asesina a alguien conforme a la ley? Y lo que llama la atención es que el público está compuesto mayoritariamente de mujeres: estas se sienten más atraídas por la crueldad que nosotros porque tienen un espíritu más sensible. Eso es lo que los tontos no comprenden.

Amar lo feo

Victor Hugo
El hombre que ríe (1869)

«A tu lado me siento degradada, ¡qué alegría! ¡Qué insípido es ser alteza! Yo soy augusta, no hay nada más fatigoso. Degradarse descansa. Estoy tan saturada de respeto que necesito desprecio (...)
Te amo no solo porque eres deforme, sino porque eres abyecto. Amo al monstruo y amo al histrión. Un amante humillado, escarnecido, grotesco, horrible, expuesto a la risa en esa picota llamada teatro: todo esto tiene un sabor extraordinario. Es como morder el fruto del abismo. Un amante infamante, ¡qué cosa más exquisita! Hundir los dientes en la manzana del infierno, no del paraíso: eso es lo que me tienta, esta es mi hambre y mi sed, y yo soy esta Eva. La Eva del infierno. Tú, probablemente sin saberlo, eres un demonio. Me he reservado para una máscara de sueño. Tú eres un títere cuyos hilos mueve un espectro. Tú eres la visión de la gran sonrisa infernal. Tú eres el señor que esperaba. (...)
Gwynplaine, yo soy el trono, tú eres una tarima. Pongámonos al mismo nivel. ¡Ah! Soy feliz, ya estoy degradada. Me gustaría que todos pudiesen saber cuán abyecta soy. Se postrarían aún más, porque cuanto más aborrecen más se arrastran.
El género humano es así. Hostil, pero rastrero. Dragón, pero gusano. Oh, soy depravada como los dioses (...) Tú no eres feo, eres deforme. Lo feo es pequeño, lo deforme es grande. Lo feo es la mueca del diablo a las espaldas de lo bello. Lo deforme es el reverso de lo sublime (...)».
«Te amo», exclamó la mujer. Y le mordió con un beso.

El aquelarre

Francisco de Goya, El aquelarre, 1797-1798, Madrid, Museo Lázaro Galdiano.

jueves, 23 de junio de 2011

Exhortación al martirio

Tertuliano (siglos II-III)
Exhortación a los mártires, 4

Pero el temor a la muerte no es tan grande como el temor a los tormentos. Recordemos a aquella famosa mujer ateniense que, aun conociendo perfectamente la trama de la conjura y habiendo sido sometida a tortura por el tirano, nunca dio los nombres de los conjurados sino que se arrancó la lengua de un mordisco y se la escupió a la cara para que entendiesen que con las torturas, aunque se prolongaran mucho tiempo, nada podrían sacarle. Y también es conocido un rito que para los espartanos tenía la máxima importancia: la flagelación. En este ceremonia sagrada los jóvenes más nobles son azotados delante del altar en presencia de sus padres y parientes, y estos les exhortan a perseverar en el suplicio.
Y consideran que no hay mayor título de honor y de gloria que perecer bajo el sufrimiento sin haber proferido ni un solo grito de dolor. Así pues, si es lícito por afán de gloria terrenal exigir semejante prueba de fuerza del ánimo y de los sentidos, de modo que estos puedan demostrar que no hacen caso de la agresión de las armas, del suplicio de las llamas, de los tormentos de la cruz, del furor de las fieras, del refinamiento de las torturas, todo con la sola ilusión del elogio humano, puedo decir con justicia que muy pequeños son vuestros sufrimientos frente al fulgor de la gloria divina y de la recompensa celestial.
Si tanto estimamos el vidrio, ¿en qué mayor consideración no deberemos tener a la perla? ¿Y quién no querrá dar por la verdad lo que otros han ofrecido de buen grado por la mentira?

jueves, 27 de enero de 2011

Albada

Las albadas son poemas sobre enamorados que se separan al alba; en este caso, la enamorada de Larkin es la vida misma, acompañada por la comprensión, cruda pero sincera, de que no sigue más allá de la tumba, y de que pensar lo contrario es engeñarse.

Philip Larkin
Albada

Trabajo todo el día y me medioemborracho
por la noche. A las cuatro, me despierto mirando
la oscuridad callada. Saldrá, dentro de poco,
luz de entre las cortinas. Veo, hasta entonces, lo
que siempre ha estado allí: muerte incordiante, un día
ahora más cercana, haciéndome imposible
toda pregunta excepto esas de cómo, dónde
y cuándo moriré. Inútiles preguntas:
ya el temor de morir, y estar muerto, de nuevo
centelleando me dormía y me horroriza.

 La mente queda en blanco con el resplandor. No
por los remordimientos —el bien que no se ha hecho,
amor no dado, tiempo malgastado— ni por
las penas: una vida puede ser poco tiempo
para que los comienzos errados se superen,
y puede no lograrlo, sino por ese eterno
y completo vacío, la segura extinción
a la que siempre vamos y en que nos perdemos.
No estar aquí, ni estar en ningún otro sitio,
y pronto; nada más terrible ni más cierto.

Ningún truco disipa este modo especial
de tener miedo, como la religión solía
intentar, ese inmenso, armónico brocado
apolillado que se creó para hacernos
creer que no moriremos, o esa tela ilusoria
que dice: «Ningún ser racional teme lo
que no siente», sin ver que ese es nuestro temor
—nada que ver, ningún sonido, ni sabor,
caricias ni olor, nada con que pensar ni amar,
la anestesia de la que nadie vuelve en sí.

Y, así, esto está en el límite de la visión, pequeño
borrón, escalofrío permanente que cada
impulso ralentiza hasta la indecisión.
Casi todas las cosas pueden no ocurrir: esta
lo hará, y el comprenderlo nos hace enfurecer,
aterrados, si estamos sin compañía o sin
alcohol. No es solución el valor: significa
no asustar a los otros. Que uno sea valiente
no lo puede librar de la tumba. La muerte
vendrá de cualquier modo, te quejes o te aguantes.

Poco a poco, hay más luz; la alcoba cobra forma.
Allí está, simple como un ropero, aquello
que sabemos y siempre hemos sabido, ese
saber que no hay salida sin querer aceptarlo.
Una parte ha de irse. Mientras, se encogen, listos
para sonar, teléfonos de despachos cerrados.
Indiferente y difícil, este mundo alquilado
empieza a despertarse. El cielo es blanco
como arcilla, sin sol. Hay trabajo que hacer.
Carteros como médicos van de una casa a otra.

miércoles, 19 de enero de 2011

El funeral de Dios

En muchos casos, como reconocerá forzosamente más de un ateo, la pérdida de la fe se vive como algo más doloroso que liberador. El gran novelista Thomas Hardy se esforzó por conservarla todo el tiempo que pudo, pero al quedarse sin ella consideró que se merecía unas exequias dignas y conmovedoras.

I
Lentamente un cortejo vi pasar,
frente arrugada, hundido el ojo, corvos, canos.
Tenían los primeros, al sol crepuscular,
como una forma extraña y mística en sus manos.

II
Por contagioso pálpito mental,
o latente saber que dentro de mí había,
y cuyo influjo se empezaba a hacer notar,
su dolida conciencia se hizo también mía.

III
Aunque la forma, a mi borrosa vista,
parecía de hombre, pronto se trocó
en una nube amorfa, de talla nunca vista,
y con alas, a veces, de gloriosa extensión.

IV
Y este fantasmagórico variar
mantuvo a lo largo de toda la andadura;
mas ni un momento dejaba de simbolizar
enorme poderío, y amorosa dulzura.

V
Sin darme apenas cuenta, silencioso,
me incliné hacia el paso de la comitiva;
ellos, que iban siendo más y más numerosos,
voceaban su angustia, y así el rumor se oía:

VI
«Oh proyección del hombre, tú, Figura,
reciente imagen nuestra, ¿habrá quien sobreviva
tu final? ¿Qué nos tentó a crearte, qué locura,
si ahora ya no podemos mantenerte viva?

VII
»Concebido celoso y sin medida,
le hicimos con el tiempo recto judicante,
dispuesto a bendecir a los de dura vida,
sufrido, y en msericordias abudante.

VIII
»Y, ofuscados por nuestro antiguo sueño,
hambrientos de consuelo, llegamos a mentirnos;
a erigir en creador nuestro propio diseño,
y de imaginaciones nuestras persuadirnos.

IX
»Pero el Tiempo, sin freno, sigiloso,
hizo que la inflexible y brusca realidad
al Rey de nuestra hechura en estado ruinoso
dejase, hasta abatirlo; y perecido ha ya.

X
»Sin luz, a tientas, vamos al olvido
de nuestro mito, exangües, y en peor malandanza
que los que en  Babilonia alzaban su gemido,
pues su Sión aún era una viva esperanza.

XI
»¡Dulces años, huidos en tropel,
en los que el día daba sus primeras vueltas
con rezos confiados, y al ocaso, fiel,
me acostaba gozando de su clara presencia!

XII
»Su sitio, ¿quién o qué lo ocupará?
¿Adónde, en su angustia, mirará el caminante
buscando el astro fijo que acelerará
su paso hacia la meta del esfuerzo constante?».

XIII
Entonces vi que al fondo había unos cuantos,
dulces mujeres, mozos, hombres, que clamaban,
incrédulos: «¡Es falso, de paja! ¡Su planto
es una burla! ¡No ha muerto en nosotros, ni se acaba!».

XIV
Yo no podía respaldar su fe,
aun conociendo a muchos de ellos; me apidaba
de todos, y pese a enmudecer, no me olvidé
de haber preciado antaño lo que ellos lloraban.

XV
Cómo sobrellevar aquel dolor
parecíame, empero, el terco interrogante
de cualquier mente viva, y al ir viendo mejor
vi asomar con certeza un resplandor distante.

XVI
Para aliviar la noche general,
decía de él un grupo, pequeño y apartado:
«¿No veis crecer la luz, despacio, allá al final?».
Pero de todas las cabezas fue negado.

XVII
De los que componían esa gente
los había virtuosos, intachables los más...
Turbado, dudoso entre sombra y luz naciente,
seguí con paso maquinal a los demás.

martes, 18 de enero de 2011

Nunca fui capaz

Nunca fui capaz de leer "El niño que enloqueció de amor".
Nunca fui capaz de amar sanamente.
Nunca fui capaz de aceptar tus proezas.
Nunca fui capaz de tampoco de verlas.
Nunca fui capaz de olvidarme de ti y no necesitarte.
Nunca fui capaz de explicar que no existes, no lejos del arte.
Nunca fui capaz de encontrarte en un sueño.
Nunca fui capaz de dejarte ir con él.