Gustav Meyrink
El Golem, «Miedo» (1915)
Era una horrible criatura gris, ancha de espaldas, con las proporciones de un hombre robusto, apoyado en un nudoso bastón en espiral de madera blanca.
Donde debería haber estado la cabeza, no acertaba a distinguir más que un globo nebuloso de vapores diáfanos. Un intenso olor a madera de sándalo y a tierra mojada emanaba de la aparición. La sensación de estar completamente indefenso en sus manos casi me hacía perder el sentido. La tortura que me había agotado durante todo aquel tiempo se condensaba ahora en un terror mortal y estaba allí concentrada en aquel ser que tenía enfrente. El instinto de conservación me decía que solo con mirar el rostro del fantasma enloquecería de horror y de miedo (...) y sin embargo me atraía con la fuerza de un imán, y no podía apartar la mirada del diáfano globo de niebla, y buscaba en él los ojos, la nariz, la boca. Pero por mucho esfuerzo que hiciera por descifrarlo, aquel vapor seguía allí, inmóvil, impenetrable. Conseguía ciertamente colocar sobre aquel tronco toda clase de cabezas, pero sabía que eran tan solo fruto de mi imaginación. Desaparecían todas casi en el mismo instante en que las había creado. Solo la cabeza de ibis egipcia se mantuvo un tiempo.
Los contornos del fantasma, que destacaban espectrales en la oscuridad, se contraían de forma apenas perceptibles y se dilataban de nuevo, como si toda la figura estuviese dotada de una lenta respiración, único movimiento que era posible observar. En vez de los pies, se apoyaban sobre el suelo unos muñones óseos, cuya carne, gris y exangüe, se había contraído hacia arriba formando unas hinchazones concéntricas.
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