Victor Hugo
El hombre que ríe, II, 1 (1869)
La naturaleza había sido extraordinariamente pródiga con Gwynplaine. Le había dotado de una boca que se abría hasta las orejas, de orejas que se replegaban hasta los ojos, de una nariz deforme hecha a propósito para sostener las oscilaciones de las gafas del que hace muecas, y de un rostro que no se podía mirar sin reír (...) ¿Había sido exactamente la naturaleza? ¿No había recibido alguna ayuda? Dos ojos que parecían ventanas sometidas a servidumbre legal, una boca que era una caverna, una protuberancia roma con dos agujeros que eran las ventanillas de la nariz, una cara que parecía haber sido aplastada, y como resultante de todo esto la risa: es evidente que la naturaleza no es capaz de producir por sí sola tales obras maestras (...) Un rostro como este no es producto del azar, sino que está hecho a conciencia (...) ¿Acaso Gwynplaine, de niño, había sido objeto de tanta atención, que otros se ocuparan de él hasta el punto de modificarle la cara? ¿Y por qué no? Aunque solo fuera para exhibirlo y especular con él. Todas las apariencias hacían pensar que industriosos modeladores de niños habían trabajado en aquella cara. Parecía evidente que una ciencia misteriosa, probablemente oculta, que era a la cirugía lo que la alquimia era a la química, había cincelado aquella carne, por supuesto a muy tierna edad, y había creado, con premeditación, aquella cara. Esa ciencia, hábil en los cortes, en las obturaciones y en las suturas, había cortado la boca, desbridado los labios, descubierto las encías, alargado las orejas, separado los cartílagos, desordenado las cejas y las mejillas, alargado el músculo cigomático, atenuado los puntos y las cicatrices, reconducido la piel sobre las lesiones manteniendo no obstante siempre la boca abierta, de esta obra de escultura poderosa y profunda había surgido una máscara: Gwynplaine.
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